Acceder al desatino.
Airear los rizados pensamientos del esquelético conjunto.
Mirar con los labios encarnecidos esa imagen de fraguada paz.
No entender, por no entender nada.
Saberse alumna de los rusos y muñeca de otras lenguas.
Aparecer despistada ante una calle cuesta arriba, sin paraguas y un día de lluvia.
Ofrecer los misteriosos enclaves a desajustadas horas y balancear la frescura de unos brazos.
Encontrar en la mirada, la engendrada orilla del mar.
Caminar con el sonido de los pasos en clik clack y no detenerse ante el alboroto de las ruinas.
Paseos urbanos al norte, junto a la rue Lamarck. Posiblemente, con unos auriculares rescatados de la bolsa al salir del metro y todo cuesta arriba, por el barrio de aquella otra ciudad deshabitada.
La cama sin hacer. Los cristales empañados. La calefacción central, los libros en los pasillos y el aire por entre las rendijas.
Huellas de discos sonando para hacer tiempo. La hasselblad en el bureau junto a la gorra.
el viejo sofá de piel, del abuelo. Los restos de la cena y del café. Las abultadas formas de los apartamentos, del anonimato y de ella.
Cuántos paseos, cuántos.
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